Érase una vez un rey… En un país lejano, que un buen día reunió a los sabios de su corte y les dijo:

– “He ordenado hacer un precioso anillo con uno de los mejores orfebres de la zona. Pero quiero grabar sobre el anillo las palabras que puedan ayudarme en los momentos más difíciles. Ese mensaje debe servir de ayuda también a mis futuros herederos en momentos desesperados, pues ellos sucederán mi reinado”.

 

Todos quienes escucharon los deseos del rey, eran grandes sabios, eruditos que podían haber escrito grandes tratados… Sin embargo, ¿pensar un mensaje que contuviera pocas palabras y que cupiera en un anillo? Muy difícil.

Igualmente pensaron, y buscaron en sus libros de filosofía por muchas horas, sin encontrar nada en que ajustara a los deseos del gran rey.

 

El poderoso rey tenía muy próximo a él, un sirviente muy querido. Este hombre, que había sido también sirviente de su padre, y había cuidado de él cuando su madre había muerto, era tratado como parte de la familia y gozaba del respeto de todos.

Por este motivo, el rey decidió consultarle también a él. Y éste le dijo:

– “No soy un sabio, ni un académico, pero conozco el mensaje”

– “¿Cómo lo sabes?”. Preguntó el rey

– “Durante mi vida en palacio, he conocido todo tipo de gente, y en una ocasión me encontré con un maestro. Yo estuve a su servicio. Cuando se fue, yo le acompañé hasta la puerta para despedirlo. Y como gesto de agradecimiento me dio este mensaje”.

El anciano escribió en un diminuto papel el mensaje. Lo dobló y se lo entregó al rey.

– “Pero no lo leas”, dijo. “Házlo grabar en el anillo. Y míralo sólo cuando no encuentres salida en una situación”.

 

…Ese momento no tardó en llegar…

 

En mitad de una guerra, el rey se encontraba huyendo a caballo para salvar su vida, mientras sus enemigos lo perseguían. Estaba solo. Y llegó a un lugar donde el camino se acababa, y frente a él, un precipicio…

Lanzarse al vacío, sería fatal. No podía volver atrás, porque el enemigo le cerraba el camino. Podía escuchar el trote de los caballos y las voces que se acercaban.

Fue entonces cuando recordó el anillo. Se lo quitó, lo limpió de barro y con detenimiento leyó la inscripción de su interior:

Simplemente decía “Esto También Pasará”.

 

El día de la victoria, en la ciudad hubo una gran celebración… El rey se sentía muy orgulloso de sí mismo por haber logrado mantener la calma en la batalla y poder así reconquistar sus tierras.

En ese momento, nuevamente el anciano estaba a su lado y le dijo:

– “Apreciado rey, ha llegado el momento de que leas nuevamente el mensaje del anillo

– “¿Qué quieres decir?”, preguntó el rey. “Ahora estoy viviendo una situación de euforia y alegría, las personas celebran mi retorno, hemos vencido al enemigo”.

– “Escucha”, dijo el anciano. “Este mensaje no es solamente para situaciones desesperadas, también es para situaciones placenteras. No es sólo para cuando te sientes derrotado, también lo es para cuando te sientas victorioso. No es sólo para cuando eres el último, sino también para cuando eres el primero”.

El rey observó de nuevo el anillo y leyó el mensaje…

“ESTO TAMBIÉN PASARÁ”

Y, nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba. Pero el orgullo, el ego había desaparecido.

 

El rey pudo terminar de comprender el mensaje. Lo malo era tan transitorio como lo bueno.

 

 “Recuerda que todo pasa. Ningún acontecimiento ni ninguna emoción son permanentes. Como el día y la noche; hay momentos de alegría y momentos de tristeza. Acéptalos como parte de la dualidad de la naturaleza porque son la naturaleza misma de las cosas.